Vida-muerte y resurrección(dice Victor Grippo), eres mi muerte y mi resurrección (dice Luz Casal). Yo digo que ella le canta a él sin darse cuenta.
Acá un fragmento del artículo de María Gainza en http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1506-2004-06-27.html
Lejos de la ciudad, por 1936 y en pleno campo de Junín, nació Víctor Grippo. Quizá fue ese auscultar el campo, para ver donde el pensamiento mágico no se da de bruces sino que se enrosca virósicamente con el científico, lo que volvió a Grippo un niño sabio. Aquel mismo que de grande andaría guiado por la certeza de que “no hay que pintar los dos árboles en el paisaje sino lo que hay entre esos dos árboles y que no se ve”. Quizá fueron los juegos en la herrería de su padre donde el niño Grippo vislumbró que un tornillo no es un tornillo, y que en los objetos austeros y parcos con que se trabajan las herraduras, está contenida la historia del hombre. Porque eso que no vemos y que para Grippo es necesario volver a ver son los objetos cotidianos. Aunque lejos del cinismo de un gesto dadá y un poco más cercano al material como mito de Beuys, el de Grippo es un acto cargado de metafísica: la papa como elemento que se mira y no se ve, un poco como aquellas que pintó Van Gogh (otro que vio antes y más allá que el resto) en su Los comedores de papas y que termina irguiéndose como montículo esencial del pensamiento americano, cargando con la memoria de conquistas y reconquistas, de poblaciones aquí y allá, alimentadas por lo que a veces parece nada más que un montón de tierra apretujada.
“Yo soy un realista, trabajo con elementos ya construidos”, comentaba Grippo apropiándose, como un Caravaggio, de las cosas más pobres y sucias hasta cargarlas de religiosidad. Y después, el interés de Grippo por recuperar el oficio, justamente lo que lo distancia del frío conceptualismo norteamericano y lo que llevó a Pacheco a instalar el término “conceptualismo caliente”. La Mesita de carpintero, la Valijita de albañil, Algunos oficios son el Grippo que creía en el trabajo como un instante chamánico donde suceden “momentos perfectos en los que es imposible definir si el hombre es quien guía la herramienta o ésta la que mueve su mano”. Entonces, Grippo insistía en que no bastaba con enunciar una idea y que: “soy un homo faber, entre comprar un pomo de ocre y fabricármelo, opto por fabricármelo”. Y ahí están, maravillosamente recreadas en el Malba, la austeridad mística del envío a la Bienal de La Habana de 1994: esa habitación en penumbras con lamparitas desnudas colgando como un cielo estrellado sobre pequeñas mesas de madera escritas y La intimidad de la luz en St. Ives, de un lado y del otro: arrinconada hacia la esquina de un cuarto una mesita rústica, sobre ella pedazos de yeso blando y algunas herramientas abandonadas, todo iluminado por una claraboya que deja entrar una luz difusa que vuelve todo fuera de foco. Y en ambas instalaciones un silencio hondo, como el de un monasterio medieval. Un día, aún adolescente, Grippo le llevó una pintura a su profesor de dibujo y pintura, Juan Comuni. Éste la miró un largo rato, luego clavó sus ojos en su alumno y le dijo: “Buscate uno mejor que yo porque mucho más no te puedo decir”. De esa primera etapa casi no queda nada. Ironías de la vida, su obra siguiente también estaría signada por lo efímero. De Junín a La Plata a estudiar química. Y de la química a la alquimia como quien desanda el camino intentando encontrar el lugar donde se bifurcó. Y de a poco fueron apareciendo sus preocupaciones: en los ‘60, los experimentos con cristales modificados a partir del ruido fueron la primera vez que se vislumbró en Grippo aquella tierra de nadie entre el arte y la ciencia. Luego incorporó máquinas a sus cuadros pero pronto se dio cuenta de que al final siempre le interesaba menos el mecanismo que la energía generada por él.
Lo orgánico había estado lejos en la agenda de vanguardias que construían visiones de una sociedad donde la naturaleza se había vuelto irrelevante. La hubris humana llegaba a su cima. Pero hacia 1968, ahí estaban: las protestas antibélicas, las revueltas de estudiantes y la idea de progreso que implotaba. El futuro ya había llegado y no era lo esperado. Como una nostalgia por el pasado, los modelos orgánicos fueron introducidos en el discurso: lo orgánico como crítica, como modelo social, como una recuperación de la inocencia perdida. Pero la mirada de Grippo nunca fueparcial. Lo orgánico para él no aparecía como una fuerza suave y benigna sino como un elemento acechado por lo que yace debajo (la potencia de aquella papa que después de todo crece bajo tierra, tal así que los europeos contaban entre sus ventajas el hecho de que un ejército completo podía acampar sobre un sembradío del tubérculo, para luego renovar su marcha, sin haberlo dañado). “Mucho tiempo después me di cuenta de que lo que me interesaba eran las transformaciones”, diría Grippo delineando su mundo en el interés por lo inestable, por las mutaciones ominosas, por las irregularidades. En 1980 Vida-Muerte-Resurrección era una síntesis de sus trabajos anteriores. Cuerpos geométricos de plomo y porotos que germinaban en su interior: se hinchaban, destrozaban tentaculares los contenedores, se pudrían. Josefina Robirosa dice haber estado visitando una muestra de Grippo cuando escuchó “Pluc”: era uno de los cuerpos estallando. Porque así era la potencia de una germinación, como una represa que se quiebra por la fuerza del agua. En esa misma muestra Grippo mostró un violín lleno de maíz con su tapa levantada (método que usan los luthiers porque permite desarmar el instrumento sin romperlo ya que la fuerza de la germinación es pareja) y un pedazo de viga carcomida por comejenes que había quedado livianita como una esponja. Más tarde, en los ‘80, Grippo encerró en sus cajas una rosa de plomo, como la posibilidad de atrapar lo pesado y lo frágil en un mismo instante para producir el conocimiento como efecto, como el chispazo de dos espadas diría Nietzsche, como un enfrentamiento de opuestos. El conocimiento, en definitiva, como el resultado de una batalla entre realidades de naturaleza distinta. En Bolivia un científico sugirió alguna vez lanzar papas deshidratadas al espacio para que éstas giraran en órbita hasta que el hombre, abandonado en una Tierra devastada, las pudiera bajar nuevamente. Gira gira la papa astronauta como primer y último vestigio de vida sobre este mundo. El mundo de Grippo podría ser ése, el de fronteras abiertas al espacio más que de comunidades cerradas. Y fue en su atreverse a poner en juego la duda radical donde Grippo, más que nunca, hincó el diente sobre una ruptura epistemológica, logrando ajustar el pensamiento hasta salirse de lo preconstruido, de la idea de papa como último orejón del tarro. Para recrear así, la papa cósmica, la súper papa, el elemento capaz de despertar nuestras conciencias con la fuerza de un piano que cae desde un balcón sobre nuestras cabezas. Las preocupaciones sociales y políticas lo acompañaron durante su desarrollo en el período histórico que le tocó vivir. No era un optimista, más bien se identificaba con un espíritu anárquico. Creía que el poder residía en cada individuo, en cada ser humano, en su capacidad de conciencia, de trabajo, de acción, y de observación y contemplación en cada una de esas instancias. No tenía temor alguno a utilizar los términos utopía, ni metafísica.
Acá un fragmento del artículo de María Gainza en http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1506-2004-06-27.html
Lejos de la ciudad, por 1936 y en pleno campo de Junín, nació Víctor Grippo. Quizá fue ese auscultar el campo, para ver donde el pensamiento mágico no se da de bruces sino que se enrosca virósicamente con el científico, lo que volvió a Grippo un niño sabio. Aquel mismo que de grande andaría guiado por la certeza de que “no hay que pintar los dos árboles en el paisaje sino lo que hay entre esos dos árboles y que no se ve”. Quizá fueron los juegos en la herrería de su padre donde el niño Grippo vislumbró que un tornillo no es un tornillo, y que en los objetos austeros y parcos con que se trabajan las herraduras, está contenida la historia del hombre. Porque eso que no vemos y que para Grippo es necesario volver a ver son los objetos cotidianos. Aunque lejos del cinismo de un gesto dadá y un poco más cercano al material como mito de Beuys, el de Grippo es un acto cargado de metafísica: la papa como elemento que se mira y no se ve, un poco como aquellas que pintó Van Gogh (otro que vio antes y más allá que el resto) en su Los comedores de papas y que termina irguiéndose como montículo esencial del pensamiento americano, cargando con la memoria de conquistas y reconquistas, de poblaciones aquí y allá, alimentadas por lo que a veces parece nada más que un montón de tierra apretujada.
“Yo soy un realista, trabajo con elementos ya construidos”, comentaba Grippo apropiándose, como un Caravaggio, de las cosas más pobres y sucias hasta cargarlas de religiosidad. Y después, el interés de Grippo por recuperar el oficio, justamente lo que lo distancia del frío conceptualismo norteamericano y lo que llevó a Pacheco a instalar el término “conceptualismo caliente”. La Mesita de carpintero, la Valijita de albañil, Algunos oficios son el Grippo que creía en el trabajo como un instante chamánico donde suceden “momentos perfectos en los que es imposible definir si el hombre es quien guía la herramienta o ésta la que mueve su mano”. Entonces, Grippo insistía en que no bastaba con enunciar una idea y que: “soy un homo faber, entre comprar un pomo de ocre y fabricármelo, opto por fabricármelo”. Y ahí están, maravillosamente recreadas en el Malba, la austeridad mística del envío a la Bienal de La Habana de 1994: esa habitación en penumbras con lamparitas desnudas colgando como un cielo estrellado sobre pequeñas mesas de madera escritas y La intimidad de la luz en St. Ives, de un lado y del otro: arrinconada hacia la esquina de un cuarto una mesita rústica, sobre ella pedazos de yeso blando y algunas herramientas abandonadas, todo iluminado por una claraboya que deja entrar una luz difusa que vuelve todo fuera de foco. Y en ambas instalaciones un silencio hondo, como el de un monasterio medieval. Un día, aún adolescente, Grippo le llevó una pintura a su profesor de dibujo y pintura, Juan Comuni. Éste la miró un largo rato, luego clavó sus ojos en su alumno y le dijo: “Buscate uno mejor que yo porque mucho más no te puedo decir”. De esa primera etapa casi no queda nada. Ironías de la vida, su obra siguiente también estaría signada por lo efímero. De Junín a La Plata a estudiar química. Y de la química a la alquimia como quien desanda el camino intentando encontrar el lugar donde se bifurcó. Y de a poco fueron apareciendo sus preocupaciones: en los ‘60, los experimentos con cristales modificados a partir del ruido fueron la primera vez que se vislumbró en Grippo aquella tierra de nadie entre el arte y la ciencia. Luego incorporó máquinas a sus cuadros pero pronto se dio cuenta de que al final siempre le interesaba menos el mecanismo que la energía generada por él.
Lo orgánico había estado lejos en la agenda de vanguardias que construían visiones de una sociedad donde la naturaleza se había vuelto irrelevante. La hubris humana llegaba a su cima. Pero hacia 1968, ahí estaban: las protestas antibélicas, las revueltas de estudiantes y la idea de progreso que implotaba. El futuro ya había llegado y no era lo esperado. Como una nostalgia por el pasado, los modelos orgánicos fueron introducidos en el discurso: lo orgánico como crítica, como modelo social, como una recuperación de la inocencia perdida. Pero la mirada de Grippo nunca fueparcial. Lo orgánico para él no aparecía como una fuerza suave y benigna sino como un elemento acechado por lo que yace debajo (la potencia de aquella papa que después de todo crece bajo tierra, tal así que los europeos contaban entre sus ventajas el hecho de que un ejército completo podía acampar sobre un sembradío del tubérculo, para luego renovar su marcha, sin haberlo dañado). “Mucho tiempo después me di cuenta de que lo que me interesaba eran las transformaciones”, diría Grippo delineando su mundo en el interés por lo inestable, por las mutaciones ominosas, por las irregularidades. En 1980 Vida-Muerte-Resurrección era una síntesis de sus trabajos anteriores. Cuerpos geométricos de plomo y porotos que germinaban en su interior: se hinchaban, destrozaban tentaculares los contenedores, se pudrían. Josefina Robirosa dice haber estado visitando una muestra de Grippo cuando escuchó “Pluc”: era uno de los cuerpos estallando. Porque así era la potencia de una germinación, como una represa que se quiebra por la fuerza del agua. En esa misma muestra Grippo mostró un violín lleno de maíz con su tapa levantada (método que usan los luthiers porque permite desarmar el instrumento sin romperlo ya que la fuerza de la germinación es pareja) y un pedazo de viga carcomida por comejenes que había quedado livianita como una esponja. Más tarde, en los ‘80, Grippo encerró en sus cajas una rosa de plomo, como la posibilidad de atrapar lo pesado y lo frágil en un mismo instante para producir el conocimiento como efecto, como el chispazo de dos espadas diría Nietzsche, como un enfrentamiento de opuestos. El conocimiento, en definitiva, como el resultado de una batalla entre realidades de naturaleza distinta. En Bolivia un científico sugirió alguna vez lanzar papas deshidratadas al espacio para que éstas giraran en órbita hasta que el hombre, abandonado en una Tierra devastada, las pudiera bajar nuevamente. Gira gira la papa astronauta como primer y último vestigio de vida sobre este mundo. El mundo de Grippo podría ser ése, el de fronteras abiertas al espacio más que de comunidades cerradas. Y fue en su atreverse a poner en juego la duda radical donde Grippo, más que nunca, hincó el diente sobre una ruptura epistemológica, logrando ajustar el pensamiento hasta salirse de lo preconstruido, de la idea de papa como último orejón del tarro. Para recrear así, la papa cósmica, la súper papa, el elemento capaz de despertar nuestras conciencias con la fuerza de un piano que cae desde un balcón sobre nuestras cabezas. Las preocupaciones sociales y políticas lo acompañaron durante su desarrollo en el período histórico que le tocó vivir. No era un optimista, más bien se identificaba con un espíritu anárquico. Creía que el poder residía en cada individuo, en cada ser humano, en su capacidad de conciencia, de trabajo, de acción, y de observación y contemplación en cada una de esas instancias. No tenía temor alguno a utilizar los términos utopía, ni metafísica.
2 comentarios:
Me encanta el conceptualismo caliente. Jamás hubiera pensado en Luz Casal y Victor Grippo juntos. Tenés cosas geniales, Naty.
fffff.. cuánta sabiduría!! interesantísimo Grippo, con la curiosidad como motor, y el arte como resultado. genial
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